Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 2 de junio de 2017

Ritos de paso

En 1859, la Tierra experimentó el hoy conocido como evento Carrington, en homenaje al astrónomo inglés Richard Carrington, el primero en observar los efectos de la que es, al menos hasta el momento, la tormenta solar más poderosa que ha registrado la Historia que conocemos. Su impacto fue de tal calibre que permitió contemplar auroras boreales en lugares tan alejados de los Polos, su escenario más común, como las ciudades de Madrid, Roma o la Habana. Además, afectó a dos inventos entonces aún recientes y que se habían puesto muy de moda en los puntos más desarrollados de Europa y América: las redes de luz eléctrica y del telégrafo. Ambas sufrieron numerosos fallos e incluso aparatosos incendios espontáneos, aunque el común de los mortales estaba más entretenido por el espectáculo cósmico generado por las "Luces del Norte" que habían pasado a verse mucho más al sur en todo el planeta.

En octubre del año pasado, el presidente saliente de EE.UU., Barack Obama, provocó cierta inquietud en distintos puntos del mundo al cursar una orden ejecutiva -y darle publicidad- destinada a las distintas agencias federales, con objeto de que ultimaran en sólo 12o días un plan que permitiera predecir y detectar nuevas erupciones solares, alertar al público en un tiempo razonable para que pudiera reaccionar, proteger en la medida de lo posible las infraestructuras más expuestas y recuperarse cuanto antes de los daños que pudiera provocar este fenómeno si volviera a producirse. O quizá habría que sustituir, mejor, el condicional y decir: cuando vuelva a producirse. Porque volverá a hacerlo, seguro. El sol eyecta sus llamaradas a menudo, aunque de forma irregular -o con algún patrón que desconocemos- así que es cuestión de tiempo que alguna de ellas vuelva a impactarnos de lleno.

De más está decir que el plan de Obama desató una ola de sospechas entre los conspiranoicos respecto a lo que se escondía "detrás de la excusa de la tormenta solar" y no fueron pocos los que pronosticaron que la cuenta atrás para el golpe definitivo del Nuevo Orden Mundial había comenzado. Cuando concluyeran los 120 días, auguraban, "algo" sucedería que motivaría el golpe de Estado global (o, al menos, el golpe de Estado en EE.UU., lo que para muchos norteamericanos es sinónimo de global, de todas formas) con la justificación de un nuevo episodio de tormenta solar. Pero los cuatro meses pasaron y nada nuevo sucedió, al menos, en apariencia. El Sol, por cierto, sigue a lo suyo, despreocupado ante las angustias de las pequeñas criaturas que creen dominar el tercer planeta de su sistema. Aunque hay que subrayar que, durante los últimos años, se han producido distintas tormentas solares pero de menor potencia, que también han dejado sus efectos (aunque para la mayoría del público hayan pasado inadvertidos).

Ahora bien, si una erupción similar a la de 1859 se produjera a día de hoy, los efectos sobre la actual tecnología serían desastrosos, mucho peores que los que  sufrieron nuestros antepasados del siglo XIX, puesto que ahora no sólo tenemos más y mejor sino que nuestra cultura contemporánea depende de ella hasta extremos suicidas. Imaginemos un mundo sin electricidad, de un momento para otro. Y, además, por un período indefinido ya que un suceso de este tipo no poseería antecedentes suficientes como para evaluar el tiempo que tardaríamos en recuperar la normalidad. Así pues, pensemos en un mundo sin ascensores (¿cuánto tiempo hace que no subes andando una escalera?), sin televisiones (¿a qué dedicas tu tiempo de ocio en casa?), sin ordenadores (¿cómo podrás trabajar, si eres una de esas personas que está pegada a una pantalla a diario?), sin luz (¿tienes velas en casa?), sin dinero (¿hace cuánto tiempo que te acostumbraste a pagar con tarjeta?), sin comida (¿cuánto tardará en echarse a perder la que tienes en la nevera?), sin coche (¿para esto me he comprado un automóvil eléctrico?), sin...

¿Podría ser peor? Sí, podría, para una porción excéntricamente elevada de nuestra población: imaginemos un mundo sin teléfonos móviles. Porque, aparte de otras consecuencias impredecibles, las perturbaciones electromagnéticas generadas por un nuevo evento Carrington darían al traste con toda la red actual de satélites, incluyendo el Sistema de Posicionamiento Global (GPS) y eso incluiría la caída global de los sistemas de telefonía móvil. Así que no nos debería costar demasiado sobrevivir temporalmente sin ascensores, televisiones, ordenadores, luz en casa, dinero, comida almacenada o coche (sobre todo si viviéramos en una zona rural) pero..., ¿sin poder llamar por teléfono? ¿Sin poder usar WhatsApp? ¿Sin ver Twitter ni Facebook? ¿Sin consultar el correo electrónico? ¿Sin escuchar nuestros archivos de música? ¿Sin...?

Esto no es ninguna tontería. En los últimos años hemos visto publicados muchos estudios en los que un importante porcentaje de personas, en su inmensa mayoría jóvenes, declara la importancia que tienen para ellos sus dispositivos móviles. Recuerdo que, en una de estas investigaciones, publicada justo hace hoy un año, se recogía el análisis de dos universidades (Würzburg y Nottingham Trent) y una importante marca de antivirus (Kaspersky Lab). Según sus conclusiones el 37,4 % de las personas entrevistadas -casi 4 de cada 6 personas- consideraban que su smartphone tenía para ellos ¡¡¡la misma o incluso más importancia que sus familiares y amigos más cercanos!!! Y, por aportar algún detalle más, un 29,4 % dijo que el teléfono móvil era igual o más importante que sus propios padres.

Parece bastante obvio que lo único que diferencia a esas personas de los drogadictos es el tipo de adicción a la que están esclavizadas...

El antropólogo francés Arnold van Gennep describió en 1909 el rito de iniciación o de paso como "un conjunto específico de actividades que simbolizan y marcan la transición de un estado a otro en la vida de una persona". Van Gennep indicaba en sus estudios las distintas transiciones que lleva a cabo un individuo durante su progresiva integración en sociedad: en el camino de la niñez a la edad adulta, el de la soltería al matrimonio, el del viaje  y el retorno..., y otros. Para las culturas antiguas -y aún hasta el día de hoy incluso en algunas sociedades poco industrializadas-, este tipo de ceremonias son vitales para considerar a un individuo como alguien integrado en comunidad. De hecho, suelen desarrollarse con participación de una buena parte, si no toda, la comunidad en la que pretende ingresar el aspirante. Que el candidato supere la ordalía es buena noticia para todos: para él, en primer lugar, como individuo triunfante en la prueba y para todo el grupo humano, a continuación, que se ve ampliado y por tanto reforzado. Los que por algún motivo no llegan a superar la iniciación  sufren un mal destino. En el mejor de los casos, son admitidos igualmente en sociedad, pero en una escala inferior, sometidos a la marginación general. En otras circunstancias, son exiliados o incluso sacrificados.

Existe gran variedad de ritos de paso para que un niño pudiera integrarse como adulto en una comunidad –el rito de paso para una niña era mucho más sencillo, por lo evidente, ante la llegada de la menstruación- y estas pruebas tenían que ver con el descubrimiento de la Naturaleza: de su terrorífico poder y también de su generosidad. Los aborígenes australianos, por ejemplo, mandaban a sus hijos al desierto para que sobrevivieran por sí mismos durante meses. Varias tribus indias norteamericanas daban tres días de plazo a sus adolescentes para que, solos y por sus propios medios, lograran apoderarse de una pluma de águila en las montañas y regresaran con ella si aspiraban a ser admitidos como guerreros. Los nativos satere mawe en el Amazonas exigen incluso a día de hoy a los jóvenes que desean ser guerreros que se sometan a la prueba de introducir sus manos en unos guantes llenos de hormigas bala y aguanten sin gritar cientos de dolorosas picaduras durante unos minutos interminables minutos…

En estos tiempos modernos en los que nos hemos vuelto tan dependientes de la tecnología y, con ello, tan infantiles, tan blandos y tan fáciles de ofender e impresionar por casi cualquier cosa, se me ocurre que una buena prueba de iniciación al mundo adulto (para los jóvenes) o de su permanencia en él (para los menos jóvenes) sería la obligación de desprenderse del teléfono móvil y ser capaces de vivir sin él –y aprovechar de paso para reencontrarnos con la Naturaleza- al menos durante un mes.

Constituiría, además, un buen entrenamiento con vistas al próximo evento Carrington
   



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