Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 7 de febrero de 2014

Lluvia negra

- No, mire, perdone que le lleve la contraria pero eso no es así. Estoy un poco harto de toda esa gente que no hace otra cosa que lloriquear y quejarse de que arrojáramos las dos bombas atómicas en 1945... Le diré que, si no hubiera sido porque una persona lo bastante valiente tomó por fin la decisión, la Segunda Guerra Mundial se habría podido alargar durante meses, tal vez años, en el tiempo. En un planteamiento hipotético, incluso quizás a día de hoy seguiríamos todavía combatiendo algunas bolsas de resistencia: nuestro enemigo era feroz y numeroso. Aunque ahora los estrategas de salón hablen de que estaba casi derrotado, le garantizo que en aquella época no teníamos precisamente esa sensación. El bombardeo nuclear, insisto, fue la única forma de hacerle capitular incondicionalmente y de inmediato. Sí, de acuerdo: en esos ataques matamos a unas doscientas mil personas, sumando las víctimas mortales en ambas ciudades. Y la mayoría eran civiles. Y luego fallecieron no sé cuántas más por culpa del envenenamiento por radiación. Una pena, desde luego, y ofrezco de nuevo mis condolencias a sus familiares y amigos... ¡Pero, sin las bombas, el número de los muertos se habría multiplicado por diez, quizá por cien, hasta que hubiéramos logrado imponernos por la vía militar convencional! Créame, el bombardeo atómico y la consiguiente destrucción de Washington y Nueva York no sólo garantizó la victoria del Imperio del Japón en el Pacífico sino que se ha convertido en uno de los principales garantes de la paz y la estabilidad del mundo desde finales del conflicto hasta el día de hoy. ¡Salve al emperador!

-¡Salve! -respondieron todos los corresponsales, poniéndose en pie al mismo tiempo que el anciano gobernador japonés, Noriyuki Morita.

Morita, actual responsable político de la Provincia de la Costa Oeste (los antiguos Estados norteamericanos de Washington, Oregon, Nevada y California) abandonó majestuosamente la rueda de prensa del aniversario del lanzamiento de los primeros ingenios atómicos de la Historia. William L. Laurence, el periodista norteamericano que se había atrevido a preguntarle e incluso a contradecirle, apoyó cansinamente su frente sobre la ventana. Fuera, la tarde avanzaba hacia el crepúsculo bajo un cielo encapotado. Estaba tan oscuro que la lluvia que empezaba a caer sobre la calle parecía negra. 




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