Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

miércoles, 1 de mayo de 2013

El tren 8017

Un argumento muy habitual empleado por los escépticos racionalistas para desestimar, de entrada, cualquier información que se salga un poco de lo normal y apunte a la intervención de fuerzas desconocidas (ojo: digo fuerzas desconocidas, no fuerzas sobrenaturales..., puesto que lo sobrenatural, como bien insiste regularmente mi tutor en la Universidad de Dios, no existe: la Naturaleza es nuestro marco de actuación y en consecuencia es imposible que pueda haber algo por encima de ella) es que si así fuera sería imposible ocultarlo. Y más en un mundo como el contemporáneo, plagado de esa, para muchos, "molesta subespecie" de homo sapiens conocida con el nombre de "periodistas". Pero lo cierto es que todos los días pasan cosas raras, como saben muy bien aquellas personas que las experimentan y luego se niegan a sí mismas no ya el intento de comprensión de lo ocurrido sino la simple aceptación de que ha ocurrido. No vaya a ser que les acusen de intentar burlarse de los demás o, peor, les tilden de ser "un poco locos"... 

Por mi trabajo en esta existencia (y por mi propia curiosidad innata, que me ha llevado a meter las narices en algunos lugares asombrosos), tengo ocasión de relacionarme y hablar a diario con decenas y a veces con cientos de personas. Y, cada vez que he tenido la ocasión de profundizar con la mayoría de ellas en alguna conversación más allá de los tópicos habituales, acaba saliendo la famosa frase de "No te vas a creer lo que me sucedió en cierta ocasión". Es el preludio de una historia sin aparente explicación racional, para la que mis interlocutores exigen de inmediato mi credibilidad (por lo general, la misma que ellos suelen negar a otras personas que, a su vez, tratan de contarles su propia experiencia fuera de lo normal). Los escépticos insisten: todo tiene una explicación de acuerdo con lo que conocemos, no hace falta pensar en nada..., anómalo por así decir. La gente tiene, simplemente, percepciones erróneas de su diario vivir. Sin embargo, ¿qué conocemos, exactamente acerca de lo que nos rodea?

 Hace poco tuve ocasión de compartir algunas ideas con uno de los periodistas españoles que más y mejor información maneja en este país en relación con todas las novedades relativas a la ciencia y la tecnología. Es un tipo brillante, que ha tenido la ocasión de conocer a las mentes más avanzadas tecnológicamente en este planeta: por ejemplo, Stephen Hawking, al que ha podido entrevistar en tres ocasiones ("además de un cerebro privilegiado, posee un sentido del humor extraordinario:  al terminar mi última conversación con él, difícil conversación teniendo en cuenta su estado físico, se permitió el lujo de bromear diciéndome: 'si lo desea, le puedo dar mis respuestas impresas'", me contaba durante la charla). Pues bien, este periodista me confirmaba una vez más que, por lo que sabemos hoy día, el universo está compuesto por un 4,6 por ciento de materia (las estrellas, los planetas, nosotros...) ¡¡¡y un 95, 4 por ciento de no-sabemos-qué!!! A ese inmenso porcentaje que ignoramos le llamamos en parte "materia oscura" y en otra mayor parte "energía oscura". En ambos casos, no porque esté en el lado equivocado de la Fuerza: es "oscura" simplemente porque no tenemos la más remota idea de en qué consiste. Lo cual resulta muy frustrante para muchos científicos que intentan desde hace años, sin éxito, desvelar qué es...

Insisto: vivimos en un espacio residual de un universo completamente desconocido para nosotros, pero no porque no lo hayamos explorado sino porque no sabemos ni en qué consiste. Es como si el cosmos fuera un inmenso salón y la parte puramente material se redujera a un acuario situado en una esquina: un acuario que contiene todas las galaxias, todo lo que conocemos físicamente, pero fuera del cual existe algo mucho mayor que no está, y no sabemos si algún día podrá estar, al alcance de nuestro conocimiento. Las leyes científicas que manejamos, los principios y teorías irrefutables que obedecemos y que algunos dogmáticos imponen cada día como si fueran las mismísimas Tablas de la Ley descalificando gratuitamente a aquéllos que se permiten soñar con una estructura diferente de la realidad, tienen eficacia sobre ese 4,6 por ciento..., pero no tenemos ni idea de si funcionan o no en el 95,4 por ciento restante. Es más, no sabemos siquiera cómo se relaciona la parte oscura con nosotros. No es que la materia que tratamos habitualmente esté aquí mientras que la matería y la energía oscuras están allí: es que lo más probable es su coexistencia de alguna forma a nuestro alrededor. Incluso su interpenetración con nosotros... Tal vez como cuando el propietario del salón decide meter nuevos peces dentro del acuario o cuando mete la mano dentro del agua para recoger algo que ha caído accidentalmente en su interior.


Con esta reflexión, supongo que queda claro por qué no me creo, y nunca me he creído, el presunto poderío de la llamada mente racional así como la tesis de que lo material es lo único que existe o que debemos tener en cuenta. Mi actitud vital básica es tener los ojos abiertos y no descartar, por increíble o imposible que parezca, absolutamente ninguna de las muchas vivencias personales que me han contado..., por supuesto sin caer tampoco en la credulidad, un vicio característico de la comodidad. La fe es tan mala para el espíritu humano como la antife. Pero es que en nuestro mundo material, sin salir siquiera de nuestro propio acuario, suceden muchas cosas importantes sobre las que no tenemos ni idea. A veces son acontecimientos tremendos, da igual que les colguemos la etiqueta de "buenos" o "malos", scuesos de los que jamás llegamos a tener noticia, aunque nos gusta suponer que estamos tan bien informados. ¿No estamos ya medio robotizados, conectados todo el día a nuestras pantallas televisivas, telefónicas, computacionales? La realidad es que sólo vemos lo que podemos ver. Y en el verbo "podemos" hay que incluir el matiz: "lo que nos dejan".

Veamos un ejemplo concreto. Durante la Segunda Guerra Mundial (quizá la guerra más importante de la Historia después de la de Troya, motivo por el cual la hemos citado más de una vez en esta bitácora), uno de los conflictos sobre los que más periodistas han informado, más libros se ha escrito y más películas se ha rodado..., es decir que ha tenido más testigos, sucedió una de las principales tragedias ferroviarias de Europa. Quizá la mayor tragedia de este tipo. Sin embargo, hasta muy recientemente no aparecía reflejada en los recuentos de este tipo de sucesos. Todavía hoy, sigue siendo un drama inexistente en muchos libros, aunque sucedió de verdad en el sur de Italia, en 1944. Para entonces, las tropas norteamericanas ya habían desembarcado y ocupado Sicilia y la parte inferior de la "bota" italiana y trataban de avanzar penosamente hacia el norte, donde los alemanes resistían de forma encarnizada: recordemos la batalla de Montecassino. En Nápoles, la población
 civil (la que más sufre siempre en las guerras) sobrevivía como podía y buscaba en el mercado negro los artículos imprescindibles para vivir, que resultaba difícil encontrar legalmente. La gente del campo llevaba sus productos a la ciudad en unos trenes que pasaban por las localidades de Potenza y Salerno y que eran conocidos, popularmente, como los "expresos del mercado negro". La mayoría se subía a bordo cuando ya estaban en marcha, aprovechando que reducían su velocidad en las subidas y que muchos de los vagones no eran de pasajeros sino de carga o simples plataformas, porque no tenía dinero para pagar el billete. De esta manera, los trenes llegaban a Nápoles repleto de gente que viajaba peligrosamente, un poco al estilo de esos ferrocarriles atestados de polizones que vemos hoy día en imágenes de países como la India. En la ciudad, vendían o intercambiaban sus productos por otros y regresaban de la misma manera a sus pueblos. Y así un día tras otro.

En el atardecer del 2 de marzo de 1944, uno de estos expresos, el tren 8017, partió desde Nápoles de regreso hacia Potenza. Se calcula que en el momento del drama viajaban a bordo unas 700 personas de las que sólo 1 de cada 7 habían abonado el correspondiente billete. El traqueteo lento y monótono y la caída de la noche condujo a muchos de los pasajeros, legales e ilegales, a adormecerse mientras esperaban llegar a destino. El expreso alcanzó las montañas de Romagnano, donde se le unió otra locomotora para ayudarle a cruzar las subidas y los túneles de la zona. Hacia la una de la madrugada del ya día 3 de marzo pasó por la estación de Balvano desde donde se avisó a la siguiente estación, la de Bella Muro, a donde debía llegar veinte minutos más tarde, informando de que todo iba bien. Pero media hora más tarde, el ferrocarril no había alcanzado todavía Bella Muro. Los jefes de estación de ambas localidades se pusieron en contacto para verificar horarios. Dedujeron que el tren había tenido alguna avería y que debía haberse detenido mientras la solucionaban. Como era el último tren de la noche, en lugar de enviar a alguien a ver qué había ocurrido, decidieron despreocuparse del asunto de esa manera tan alegre y musical en la que se comportan a veces los italianos (inventores de la expresión dolce far niente, no lo olvidemos) que a menudo raya en la irresponsabilidad. Confiaban en que los maquinistas arreglarían los problemas sobre la marcha y en que ya llegaría el tren cuando llegara.

Pero no llegó.

Hacia las cinco de la madrugada se presentó en Bella Muro un superviviente de la tragedia que, de forma atropellada, habló de cientos de muertos en el interior de un túnel de casi cuatro kilómetros de largo conocido como Galleria delle Armi: el que vemos en la fotografía adjunta. Pero no había ninguna causa visible de cuál pudiera ser la causa de tanta mortandad. El tren no había chocado contra nada, ni había descarrilado, ni se había producido derrumbe alguno, ni había explotado ninguna mina perdida por alguno de los ejércitos en combate en el norte... Simplemente habían muerto casi todos los pasajeros a bordo. Sólo entonces los responsables de los ferrocarriles avisaron a los carabinieri,  que se desplazaron con rapidez al túnel y descubrieron que el relato era cierto. Y también averiguaron la causa de la muerte: intoxicación por monóxido de carbono. La inmensa mayoría de las víctimas mortales falleció mientras dormitaba, durante el lento ascenso del convoy por el largo túnel en forma de ese. De hecho, los pocos supervivientes que se encontraron viajaban en los vagones traseros, cerca de la entrada del túnel. Al detenerse el ferrocarril, ellos aún estaban cerca del aire fresco y no en medio del aire viciado del interior. Las investigaciones posteriores apuntaron a un mal entendimiento de los dos maquinistas en el interior de la Galleria delle Armi. Lo empinado de la subida exigía un esfuerzo especial de las dos locomotoras pero en algún momento uno de ellos decidió que la carga era excesiva y decidió dar marcha atrás para salir del túnel mientras el otro pensó que la intención de su compañero era justo la contraria: meter más presión para coronar la pendiente subterránea. Así que, sin darse cuenta, ambas máquinas empujaban en dirección contraria una de la otra. Además, al encontrar la mutua oposición, los maquinistas forzaron aún más los motores. En muy poco tiempo, los humos y gases tóxicos de la combustión se extendieron como un veneno por el túnel y culminaron el desastre.

Y bien... Un accidente terrible, pero no muy diferente a muchos otros similares sucedidos también en las vías del ferrocarril o en siniestros aéreos o en naufragios o incluso en carretera. Por no mencionar las matanzas que se estaban produciendo por todas partes en medio del conflicto bélico. Sin embargo, el mando militar de las tropas de los Aliados desplegadas en el sur de Italia ordenó mantenerlo en el más absoluto secreto. Los detalles de la catástrofe del tren 8017 fueron ocultados sistemáticamente durante años. Nadie fuera de Italia, ni siquiera en la propia Italia si no tenía algún amigo o conocido implicado en lo ocurrido, supo nada acerca de "el tren de la muerte" hasta seis meses después del suceso. Aún a día de hoy son más los italianos (por no mencionar a los ciudadanos de otros países) que ignoran esta historia que los que tienen noticia de ella. Pero ¿por qué? La explicación oficial de la censura impuesta por los Aliados es que la guerra se encontraba en una fase crítica y había que mantener alta la moral de la población civil..., lo cual es una excusa bastante tonta hasta para comentarla. ¿La realidad? La realidad hay que buscarla en los informes elaborados por los expertos que analizaron la tragedia y descubrieron lo ocurrido, aunque no se les permitió divulgarlo hasta mucho tiempo más tarde. Y es que el carbón que estaba utilizando el convoy no era el habitual en las líneas ferroviarias italianas ni, en general, de la Europa occidental, sino de un tipo inferior que resultaba especialmente tóxico al entrar en combustión. Las autoridades del Reino Unido y de los EE.UU. habían prohibido su uso en sus propios trenes por los riesgos que implicaba para su población..., pero no tuvieron ningún escrúpulo en suministrarlo masivamente a los italianos liberados ya que resultaba muy barato, precisamente por su mala calidad, y mejoraba su imagen como tropas de ocupación (sucesoras de las tropas de ocupación alemanas). 

Ni los mandos aliados responsables de facilitar el carbón (lo que por cierto continuaron haciendo a pesar de la tragedia) ni los mandos italianos responsables de distribuirlo fueron jamás sometidos a juicio. Ni siquiera investigados. No hubo ningún estudio oficial de lo que ocurrió, como si el desastre hubiera sido producido por un terremoto o una inundación, fenómenos naturales imposibles de predecir y sin responsabilidad humana concreta. Si algún familiar de las víctimas llegó alguna vez a plantear una actuación de algún gobierno para pedir responsabilidades, su exigencia cayó en el olvido absoluto. La ley del silencio (tan popular en el sur de Italia, donde para su desgracia están acostumbrados a padecerlo gracias a la Mafia) cubrió la región y a día de hoy éste sigue siendo el mayor siniestro "sin responsables" de la historia del transporte europeo contemporáneo. 

Cuanto antes lo aceptemos, antes dormiremos mejor: no sabemos nada.



 

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