Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

miércoles, 23 de enero de 2013

Hilo dental

Puede resultar uno de los temas recurrentes de esta bitácora pero es que no deja de asombrarme lo poco que sabemos en realidad acerca del funcionamiento del cerebro, teniendo en cuenta además que de este órgano depende absolutamente nuestra existencia en este mundo (sí, vale, se puede sobrevivir con el cerebro dañado, pero ese cuerpo que ha roto la conexión consigo mismo y que no reacciona a los estímulos del entorno apenas se puede considerar más que como un simple maniquí, sin vida de facto). Y tampoco terminamos de valorar lo que significa la escasa información que poseemos acerca de él. Por ejemplo, no sentimos frío ni calor con la piel, no nos gustan los caramelos ni nos saben amargas las medicinas en nuestro paladar, no disfrutamos del olor a rosas ni nos repugna el de los excrementos en nuestros órganos olfativos, no vemos con nuestros ojos... Pues hace tiempo que sabemos que nada de todo lo que en apariencia sentimos es verdad, sino más bien la interpretación que el cerebro hace de los estímulos que le rodean, su traducción a nuestra experiencia.  
Todo es maya e ilusión, como decía el clásico..., y como nosotros nos empeñamos en olvidar.

Por si esto fuera poco, ¡qué fácil resulta engañar al órgano comando de nuestro cuerpo físico! Precisamente porque lo que hace constantemente es esa adaptación a su antojo de la realidad. Recientemente, un grupo de neurocientíficos españoles (del grupo de Neurociencia Computacional de la  la Universidad Autónoma de Madrid) y mexicanos (del Instituto de Fisiología Celular y el Instituto de Neurobiología de la Universidad Autónoma de México) han demostrado que el cerebro toma decisiones no sobre hechos concretos y ciertos basados en la percepción, sino sobre sus suposiciones acerca de esa percepción. La hipótesis preferente hasta ahora era que, cuando un cerebro tiene que tomar una decisión a partir de un estímulo sensorial determinado, lo que hace es incrementar la actividad neuronal, hasta que al superar determinado nivel de actividad se produce el acto concreto de elegir lo que se va a hacer. Lo que han descubierto estos científicos es que en realidad las decisiones son tomadas por mecanismos generados internamente en el cerebro (y que representan la estrategia desarrollada por la persona para optimizar el número de decisiones acertadas y en consecuencia el beneficio obtenido a partir de ellas) antes de que el estímulo llegue a impactar o aunque éste no llegue a hacerlo.

El experimento empleado por estos investigadores era sencillo pero eficaz. Los sujetos participantes en el estudio recibían una serie de débiles e irregulares vibraciones táctiles en un dedo y debían comunicar en qué momento exacto las percibían. Resultó que los participantes contestaban casi aleatoriamente, indicando que estaban recibiendo las señales..., aunque no fuera así. Ellos sólo creían que las estaban recibiendo y actuaban en consecuencia, avisando al experimentador, que sabía perfectamente cuándo las había mandado y cuándo no.

En resumidas cuentas, el cerebro invierte mucho de su tiempo en tomar decisiones no sobre lo que sucede de verdad sino lo que más o menos cree que está sucediendo. Se cree que actúa así para incrementar la velocidad de respuesta y por tanto decidir más cosas en menos tiempo, lo que se supone que es una ventaja. Sin embargo, también puede ser, y de hecho es, fuente inagotable de problemas e inconvenientes para el precipitado homo sapiens, que acaba engañándose a sí mismo y escogiendo de forma ilógica y a menudo perjudicial para él. Hay un experimento psicológico muy interesante en este sentido y es cómo un grupo de sujetos a estudio prefería pagar más por un lote de productos de alta calidad que por el mismo lote con algunos artículos de baja calidad añadidos. Aunque la razón dicta que es preferible escoger el segundo lote porque por menos dinero te llevas más productos, los sujetos preferían el primer lote porque lo calificaban con un mayor valor promedio (de alguna forma, su cerebro llegaba a la irracional conclusión de que, al mezclar los productos de alta calidad con los de baja calidad, los primeros perderían valor).

Los principales expertos en Publicidad conocen la facilidad con que se puede engañar al cerebro. En ocasiones anteriores hemos hablado de los mensajes subliminales, por ejemplo. Mas no es necesario llegar a esos niveles. Nuestra torpeza mental es de tal calibre que basta con la falta de atención, como demostró una campaña reciente de Colgate para promocionar su hilo dental. En principio, el hilo dental no es un artículo de primera necesidad (aunque sí recomendable para favorecer la higiene bucal), pero cualquier objeto puede llegar a serlo en nuestra escala interna si la mente es penetrada por una eficaz campaña publicitaria. Colgate empleó tres imágenes para convencer al consumidor de la importancia de utilizar hilo dental. Las fotos nos presentan a sendas y sonrientes parejas. En todas ellas, las mujeres nos ofrecen una dentadura blanca e impecable pero los hombres tienen el mismo problema: restos de comida entre los dientes. Al pinchar sobre las imágenes se ven con mayor tamaño y con detalle las porquerías acumuladas en su boca.












  La campaña de Colgate es muy eficiente porque demuestra que los restos de comida entre los dientes llaman la atención más que cualquier defecto físico y por tanto el hilo dental se convierte en un artículo de consumo imprescindible. Y es que la inmensa mayoría de las personas que la vieron se percataron de los dientes sucios..., pero no de lo que realmente estaba mal en las fotografías, gracias al Photoshop, el programa informático especializado en alterar imágenes. En la primera, por ejemplo, el hombre ha perdido su oreja derecha. En la segunda, es arropado por un brazo fantasma. En la tercera, su mujer tiene seis dedos en la mano izquierda. Por extraordinario que parezca, estos detalles imposibles no fueron advertidos por un cerebro excesivamente acelerado y acostumbrado a prejuzgar que no vio los detalles anómalos tan sólo porque no esperaba verlos.

¿Cuántas cosas dejamos de ver en nuestro día a día diario sólo porque no teníamos previsto verlas? ¿Cuántos problemas y cuántos dolores nos habríamos podido ahorrar en la vida si de verdad usáramos los ojos para ver y los oídos para escuchar?








 

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