Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

lunes, 1 de octubre de 2012

El verano de la desilusión

En cierta ocasión, un colega de la Universidad de Dios me comentó que nuestra galaxia posee más o menos cien mil millones de estrellas, si bien nosotros somos incapaces de ver ni la décima parte. Ni la décima de la décima. Ni la décima de la décima de la décima. Ni la décima de la décima de la...  En fin, según me dijo, a simple vista desde la Tierra sólo pueden apreciarse en el mejor de los casos algo más de siete mil seiscientas estrellas, aunque este número tampoco es real porque incluye la suma de las que se pueden observar desde los dos hemisferios terrestres y nadie puede estar en ambos a la vez (a no ser que posea el don de la bilocación, pero aún así es complicadillo). Sin embargo, ni siquiera las poco más de tres mil ochocientas que constituye la mitad de esa cantidad son visibles de una sentada, puesto que la atmósfera tapa las más débiles...

En el mejor de los casos, me dijo, si observamos el cielo nocturno tumbados en el suelo para tener la mayor perspectiva posible en un lugar completamente alejado de la civilización, la noche es clara y no hay luna (y disfrutamos de buena vista), desde un único punto podremos captar unas dos mil seiscientas estrellas, todo lo más. Si vivimos en una ciudad, entre la contaminación y la luz artificial el número de astros visibles se reducirá a entre cien y ciento cincuenta. Ahora escribámoslo con cifras, que se entenderá mejor por aquello del impacto visual: en nuestra galaxia existen unas 100.000.000.000 estrellas, pero en general nosotros apenas podemos divisar 100. Como no solemos mirar hacia arriba, no nos damos cuenta de todo esto e incluso podemos llegar a pensar, si alguna vez nos da por pararnos y levantar la cabeza, que vemos muchas estrellas. Pero está claro que hemos perdido demasiados ceros entre la primera cifra y la segunda.


Y sucede igual con todo lo que nos rodea. Pareciera que podamos observar muchas cosas a nuestro alrededor y que por tanto deberíamos estar preparados para casi cualquier circunstancia en la vida, pero a la hora de la verdad vemos menos que los infelices de la caverna de Platón..., y por eso nos las llevamos todas en el mismo carrillo. Aunque la gran tragedia del hombre corriente no es tanto la cárcel que le aprisiona, sino su empeño en no reconocer su condición de esclavo encadenado y por tanto su afán por evitar la acción. ¿Qué acción? La única importante en su vida, la única que, por desgracia de manera habitual, nunca suele materializar: la fuga de su oscura prisión. Llega a ser desesperante escuchar las quejas del prisionero que se lamenta en su celda, cuando resulta que la puerta está abierta y sus principales guardianes no son entes ajenos a sí mismo, sino su propio y ciego orgullo ante los avances tecnológicos que erróneamente cree le salvarán y la cínica suficiencia de un materialismo rampante que no libra su espíritu (más bien todo lo contrario) de angustias ni de incertidumbres. Así, resulta que el mundo no termina de marchar como él creía que lo iba a hacer (y por mucho que guarde la esperanza de que algún día lo haga, jamás sucederá así). Esta circunstancia, lejos de hacerle cambiar de estrategia, no sirve más que para hundir su ánimo, un poquito más cada día que pasa.

Hay algo positivo en todo esto y es el hecho de que el prisionero vaya perdiendo sus ilusiones a medida que transcurre el tiempo. Mucha gente suele pensar que las ilusiones se encuentran entre las cosas más positivas de la existencia y que gracias a ellas un ser humano puede progresar y encontrar su lugar en el mundo..., cuando es justamente al revés. El otro día leí en Internet un "chiste", por cierto bastante injusto, en el que la Vida y la Muerte debatían entre ellas. La Muerte se preguntaba amargamente: "¿Por qué las personas huyen de mí y sin embargo a ti te quieren tanto?" Y la Vida le respondía satisfecha: "Porque prefieren una bonita mentira a una fea verdad" (La injusticia de todo esto es que la Muerte no es fea: puede ser feo el dolor, o la vejez, o la enfermedad..., pero ¿cómo puede uno considerar feo al puente que nos conduce de vuelta a Casa?). Lamentablemente, tantas personas prefieren las mentiras bonitas, las ilusiones, a la realidad por cruda que ella sea... Éste es además uno de los mensajes exotéricos
más claros de la película Matrix. Ahora bien, como suele decir mi tutor en la Universidad de Dios, ojalá cada uno perdiera sus ilusiones cuanto antes, todas juntas a ser posible, en lugar de aferrarse a ellas hasta el último día de su vida. Y eso porque, cuando uno se queda completamente desnudo ante la realidad (cuando ha quedado reducido al estatus de "náufrago de la vida" como diría Ortega y Gasset), tiene una gran  ocasión para despertar y darse cuenta de cuál es su situación exacta, no aquélla que lleva toda la vida soñando. Y es en ese momento cuando se le presenta la gran oportunidad de escapar de la cárcel.


En ese sentido, el verano que ya terminó ha sido una época llena de desilusiones para mucha gente, que de pronto ha descubierto que muchas (con suerte, todas) esas cosas en las que creía y que justificaban de alguna forma su manera de actuar poco tienen que ver con la verdad. Lo digo con la experiencia que por las diversas actividades en las que ando metido me da hablar cada día con decenas, a veces con centenares, de personas diferentes. Sin entrar en asuntos particulares de las susodichas personas, limitándome tan sólo a la (aparente) realidad general, los comentarios más repetidos que me han llegado, y son frases reales, van desde "Éstos del PP son tan sinvergüenzas e incompetentes como los del PSOE, y eso por no hablar de los caciques nacionalistas vascos y catalanes..., nuestra clase política está llena de vagos y jetas" (en referencia a los políticos nacionales) hasta "¿Para qué queremos Europa? Quiero volver a la peseta y mandar a la porra (en realidad, la expresión suele ser bastante más malsonante) a la Merkel, al Draghi, al Cameron y los demás" (en referencia a los europeos), pasando por "Obama es un fracasado, lo ha dejado todo peor de lo que estaba, pero el mormón que quiere su puesto es aún peor" (en referencia a los estadounidenses), "Los sindicalistas son una gentuza: dicen que te defienden pero a la hora de la verdad sólo se preocupan de su propio culo y en los EREs sólo trabajan para salvarse ellos" (en referencia a los sindicatos), "Yo ahorcaría a todos los banqueros y nacionalizaría todos los bancos: estos miserables controlan a todos los demás" (en referencia a la banca) o "Qué vergüenza lo del Vaticano, tapando a sus pedófilos" (en referencia a la Iglesia Católica). Y tantas otras quejas, que no cabrían en esta columna. La impresión general es que no se salva nadie.

Esta decepción general ¿es mala? Todo lo contrario, es muy buena. Todas estas personas que se han visto desilusionadas por aquello en lo que creían están ahora más cerca de ver qué es lo que sucede en realidad, empezando por ellas mismas, pues los líderes y los personajes públicos no son más que un reflejo de la sociedad a la que pertenecen. Hace medio año publiqué en esta bitácora un artículo titulado Nosotros que desarrollaba esta idea, así que no insistiré en el asunto. Tan sólo recordaré la idea básica: si nuestros representantes políticos, sindicales, religiosos, sociales..., son una chusma de ladrones, corruptos y mediocres es porque nuestra sociedad está básicamente formada por ladrones, corruptos y mediocres en mayor o menor medida. O, como dice mi libro de cabecera, el Refranero Español: "De donde no hay, no se puede sacar".
El judeocristianismo nos ha acostumbrado a la solemne estupidez de que "necesitamos" alguien que nos salve, que se sacrifique por nosotros pecadores, y la mayoría de las personas se pasa la vida buscando a ese salvador al cual rezar, anhelando una bandera a la que abrazarse, una causa que justifique su existencia, un gurú al que seguir hasta la muerte. Sin embargo, la única manera de salvarse, o de intentar salvarse, es actuando cada uno sobre sí mismo..., y hasta eso cuesta un mundo. La desilusión nos arrebata el libro de poesías dadaístas con el que estábamos perdiendo el tiempo mientras creíamos gobernar nuestra existencia y nos pone en las manos un mapa de la realidad, de lo que está sucediendo aquí y ahora. Un mapa que puede estar lleno de desiertos horribles y de selvas impenetrables, con advertencias acerca de tribus caníbales y monstruos de todos los tamaños y pelajes..., pero un mapa real, con el que podemos trazar un camino a seguir. Un viejo dicho marinero advierte: "No hay puerto bueno para el que no sabe qué rumbo tomar".

Haciendo la compra hace unos días (ésta es una de las servidumbres que más me fastidia de estar reencarnado como una persona "normal": las tareas domésticas) me encontré con una oferta de una conocida marca de refrescos. Si comprabas no sé cuántas latas, te obsequiarían con "el set de la felicidad". Me pareció tan sorprendente, que sólo por saber en qué consistía el susodicho set, me llevé las latas. Luego tuve que ir con el ticket a la caja central para que me facilitaran el regalo y, mientras me acercaba al lugar, elucubraba conmigo mismo sobre en qué consistiría. Al fin, la encargada de repartir el obsequio desapareció en un cuarto
oscuro y volvió de él con gran ceremonia y una pizca de secretismo, como si fuera a hacerme entrega de la mismísima Piedra Filosofal. Y aquí a la izquierda está el set de la felicidad. Una caja de publicidad de la marca que contiene un cuaderno, un lápiz, un sacapuntas, una goma de borrar, un estuche y un reloj de mesa, adornados todos estos objetos con unos desagradables  muñecos de aspecto satánico, algunos de ellos provistos de cabezas como plátanos y otros, con un estilo galletas Oreo. Francamente, no sé qué esperaba que contuviera un set semejante (desde luego, no la felicidad real) pero la desilusión, al descubrir lo que era, fue mayor de lo que había supuesto. Sin embargo, no duró mucho: apenas unos segundos, porque enseguida me eché a reír de mí mismo al descubrir cómo, a pesar de mi condición de alumno ya veterano en la carrera de la Universidad de Dios, es tan fácil ilusionarse con cualquier estupidez (y, con suerte, desilusionarse inmediatamente). Me fui de allí riéndome..., ante la extrañeza y las miradas desconfiadas de los empleados y los clientes del lugar que lógicamente no entendieron mi reacción y se preguntaban dónde estaba el chiste.

Pinchemos la burbuja de la ilusión, de todas las ilusiones. Sólo los niños (y sólo los niños más pequeños) pueden encontrar cierta utilidad a la ilusión. Para los adultos (para los adultos que de verdad quieran adquirir control sobre sí mismos y sobre su vida, que de verdad respondan a su condición de adultos) no supone más que una trampa y un estorbo. Desterremos ese obstáculo engañabobos y encaremos nuestro destino con los ojos abiertos. Al verano de la desilusión debería seguirle el otoño de la alegría..., y del trabajo y el esfuerzo por conquistarla. El camino es individual y lo que uno no consiga por sí mismo no lo va a obtener de nadie más. Hoy retomo esta bitácora tras mis vacaciones (es un decir) estivales con los mismos objetivos con los que fue abierta en su día y con la misma fuerza que de costumbre.

O tal vez más.






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