Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

miércoles, 18 de enero de 2012

El nombre de la cosa

Sólo una diminuta parte de la Humanidad ha leído los principales libros, o al menos algunos de ellos, cuyas ideas y contenido han determinado la historia conocida de nuestra civilización. Es cierto que resulta francamente difícil elaborar una lista más o menos completa a la vez que exigua y suficiente de los volúmenes que debieran integrar ese compendio al estilo Umberto Eco. Digamos "los diez libros imprescindibles". Sobre todo, teniendo en cuenta ese tan falso como fortísimo prejuicio según el cual lo que se escribe hoy debería tener un plus de prioridad sobre los textos de nuestros antepasados, ya que éstos eran un hatajo de supersticiosos e ignorantes. Personalmente, cuanto más aprendo más me convenzo de que es justamente al revés: la gente que nos precedió en la Historia lejana sabía mucho más sobre el mundo y sobre su lugar en él de lo que hoy sabemos nosotros acerca de cuanto nos rodea y aún sobre nuestra propia naturaleza. Hay más verdad y comprensión acerca de la posición humana en el universo en La epopeya de Gilgamesh, las Analectas o por supuesto la Tabla de Esmeralda que en cualquiera de los sesudos tratados de Einstein, Heisenberg o Hawking (aún más, después de que los propios científicos contemporáneos insistan en dictarnos cómo se supone que es el mundo cuando luego ellos mismos reconocen que el 90 por ciento de lo que observamos está compuesto por materia oscura..., ¡que es como llaman a aquello sobre lo que no saben absolutamente nada!)

Ni siquiera el llamado "libro de los libros", la Biblia, que aparecería en cualquier selección de los textos más importantes jamás publicados, es lectura corriente en la actualidad fuera de los eruditos o, peor, de los fanáticos de ciertas confesiones religiosas que toman como realidad la abigarrada y mitológica colección de leyendas y cuentos de muy diverso origen alegremente compilada y patentada por un numeroso grupo de escribas judíos y más alegremente aún alterada y deformada a lo largo de los siglos por otro grupo más numeroso de judíos, cristianos, musulmanes y otro tipo de creyentes. No conozco a nadie (y mira que conozco a gente) que haya leído directamente el que paradójicamente está considerado como mayor best seller de la Historia. Casi todo el mundo tiene cierta idea acerca de lo que contiene: que si la serpiente tentando a Adán y Eva, que si la bronca entre Caín y Abel, que si el Diluvio Universal, que si los juicios de Salomón, que si las advertencias de los profetas, que si el nacimiento de Jesús, que si su vida pública, calvario y crucifixión... Pero todas esas historias las conocen de oídas: porque han visto películas en las que se cuentan o han leído novelas donde aparecen o se las han oído comentar a un sacerdote o, como mucho, han tenido acceso a parte de ellas en catecismos o textos similares. 

Para más inri (nunca mejor dicho), ni siquiera son conscientes de que la Biblia contiene los textos de dos religiones diferentes, agrupados en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, lo cual resulta evidente para cualquiera que lea con atención los escritos que aparecen en un lado y en otro. Nada tiene que ver el dios "de los ejércitos", vengativo, furioso, tronante, vanidoso y "mala persona" (hasta el punto de eliminar con sus "rayos de la muerte" a un par de ciudades en un instante o de cometer un auténtico genocidio ahogando a la casi totalidad de la raza humana -y también a las razas animales- en un interminable aguacero) exclusivo de un solo pueblo, que se describe en la primera parte de la Biblia, con el dios del amor, la compasión, la bondad y el perdón que desea extender al mundo entero una era de paz que aparece en la segunda parte... No hemos leído este libro inmenso, ni mucho menos lo hemos analizado en profundidad debido a nuestra comodidad, nuestra desidia o nuestro desinterés..., así que en este sentido no nos diferenciamos en absoluto de todos aquellos antepasados nuestros que tampoco lo hicieron, aunque en este caso porque, casi hasta el día de ayer, la Iglesia lo prohibía estrictamente ya que sólo sus sacerdotes tenían derecho a leer e interpretar sus textos (de todas formas, la gente corriente no hubiera podido leerla aunque quisiera, debido a su elevado índice de analfabetismo y porque además el texto estaba escrito en latín, dialecto privado durante siglos de la casta sacerdotal). 

Pues si resulta que somos incapaces de leer la Biblia, que tenemos a nuestro alcance con tanta facilidad a día de hoy, imaginemos textos más abstrusos o intelectualmente más exigentes (cuando no de difícil acceso por diversas circunstancias) como sucede con algunas de las obras que se consideran clásicos contemporáneos publicados entre finales del XIX y principios del XX, como El origen de las especies de Charles Darwin, El Capital de Karl Marx o Mi lucha de Adolf Hitler, entre otros. Se trata de volúmenes de estilo aburrido y cansino de leer para las frívolas mentes del día de hoy (por lo que tienen en común que sólo un reducido número de personas se los ha leído íntegros y aún menos los han comprendido e interpretado), aunque cada uno de ellos influyera en su día de manera espectacular en el desenvolvimiento de los acontecimientos históricos, políticos, económicos, sociales, religiosos y hasta ociosos de los últimos decenios. En el caso del último libro citado, el Mein Kampf en el original, aparece además un elemento perturbador ya que este texto hoy maldito, la "biblia nazi" como la califican algunos creadores de opinión, fue el fundamento del régimen del Tercer Reich pero paradójicamente corre el riesgo de convertirse en el inesperado símbolo de una de las libertades hace tiempo perdidas por el ser humano (que tan libre cree ser, el muy iluso): la libertad de expresión.


Sucede que según publica el semanario alemán Der Spiegel un editor británico, Peter McGee (aquí a la derecha), quiere hacer negocio poniendo a la venta en los quioscos germanos, antes de que acabe este mismo mes, una tirada inicial de cien mil ejemplares de una edición comentada de Mi lucha en formato de revista. Se comercializarían como suplemento de Zeitungszeugen, una colección de facsímiles de la época hitleriana publicados por el mismo McGee. Su objetivo sería no editar el libro íntegro, sino una selección de fragmentos y además, comentados, ya que la idea del editor británico es la de demostrar que se trata de "un libro extremadamente malo" y cuyo "mito como manifiesto ideológico puede ser destruido".

El problema radica en que los derechos editoriales del volumen se encuentra todavía en poder del gobierno federado (autonómico) de Baviera, depositario legal de estos derechos desde la capitulación del Tercer Reich, y la administración alemana contemporánea no está por la labor de reeditar el que fuera en su país el libro más vendido durante los años treinta del siglo XX. Pero es que, además, está prohibido. Aunque parezca increíble, la que el vulgo supone poderosa (políticamente) y determinante (económicamente) democracia alemana de 2012 no es libre por completo: entre otras cosas sigue rigiéndose todavía hoy por las leyes impuestas por Estados Unidos en 1945. En aquel entonces, las tropas norteamericanas de ocupación impusieron al gobierno germano que surgió de la derrota de la Segunda Guerra Mundial una serie de limitaciones a su actividad, entre las cuales figuraba la obligación de impedir la difusión de cualquier texto susceptible de convertirse en propaganda nazi. Desde entonces está estrictamente prohibido investigar, publicar y debatir sobre según qué ideas y qué símbolos relacionados con aquel convulso período. Otra prohibición similar (pero ésta fue convenientemente pasada por alto con el visto bueno de EE.UU. cuando le convino a Washington: a partir de la guerra de Iraq) es la de movilizar a soldados alemanes fuera del territorio alemán (y lo mismo sucede con el también derrotado ejército de Japón, hoy reconvertido en las cómicamente denominadas Fuerzas de Autodefensa).


Así que ahí tenemos a McGee debatiendo con el Ministerio de Finanzas del gobierno de Baviera, que detenta el poder legal sobre Mi lucha hasta 2015, cuando se cumplirán 70 años de la muerte oficial del Führer en Berlín y caducarán los derechos de autor. Algunos historiadores conocidos como Hans Mommsen o Sonke Neitzel están ya trabajando en una edición comentada del libro para entonces, aunque su obra no tiene la garantía total de poder aparecer publicada, igual que la del británico, ante el veto legal a la "propaganda nazi". Ese veto, que en los últimos años se ha extendido progresivamente al resto de Europa de forma más o menos encubierta, se sustenta sobre el miedo a que las ideas de Hitler puedan encontrar eco en la sociedad contemporánea y fructificar hasta el punto de encumbrar en un futuro al poder a alguien como él (que, no olvidemos, llegó a la presidencia alemana tras ganar legalmente las correspondientes elecciones) y que éste pueda instalar una especie de Cuarto Reich... Hay que reconocer que semejante actitud arroja, como mínimo, un triste balance sobre nuestra opinión acerca del sistema político de moda en la actualidad: la democracia. ¿Tan malo es en realidad este sistema, a pesar de las alabanzas que se repiten acerca de ella día tras día en los mass media, como para que las autoridades teman que la gente se vuelva a echar en masa en brazos del nacionalsocialismo por el hecho de que se reedite libremente Mi lucha?


La ridícula prohibición de publicación física de éste y otros libros escritos por prominentes nazis de la época queda en un simple brindis al sol en un momento en el que Internet ofrece todos estos textos y muchos más con la misma facilidad con la que uno pueda conectarse a la red y tomarse la molestia de leerlos. Lo importante de toda esta situación, lo que es realmente grave aunque tantas personas sigan sin advertirlo, es el concepto de falta de libertad en sí, la censura a la que estamos sometidos los ciudadanos "libres". ¿No somos todavía lo bastante mayorcitos y responsables para formarnos nuestro propio criterio? ¿No tenemos derecho a elegir qué deseamos leer y qué no, por simple curiosidad o por la más encomiable idea de formarnos nuestro porpio criterio? ¿No vivimos en un sistema político democrático que nosotros mismos definimos como "de libertades"

De momento, parece que podemos seguir recordando al viejo Winston Smith, quien sabía que "paz es guerra, libertad es esclavitud e ignorancia es fuerza"...
 


No hay comentarios:

Publicar un comentario