Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

lunes, 17 de enero de 2011

Borrar los recuerdos

Siempre me ha asombrado la portentosa (e irreal) memoria de la que hacen gala los personajes de las teleseries norteamericanas, sobre todo de las ambientadas en el mundo de la Justicia. Ese testigo al que el fiscal le pregunta: “¿Qué hacía usted la noche de autos, hace seis años, el (pongamos por caso) 14 de mayo de 1995?” Y el tipo contesta, con tranquilidad y seguridad: “Oh, bueno, ese día salí pronto de trabajar y estuve tomando una cerveza con los compañeros, entre los cuales figura el acusado, y luego me fui a casa. Mi mujer y yo cenamos viendo tal película en la televisión  y luego estuvimos charlando hasta una hora concreta sobre los problemas de nuestra hija Peggy Sue con Brandon Lee, el pequeño de los Stanton. Y decidimos ir a ver a los Stanton al día siguiente”. ¡Fantástico! El testigo se acuerda de casi todo lo que hizo, y además de buena fe… 

Se me ponen los pelos de punta cuando veo estas magistrales demostraciones de memoria, sobre todo teniendo en cuenta que si me preguntan a mí qué hice el (siguiendo el ejemplo) 14 de mayo de 1995 lo único que podría hacer es contestar: “La verdad es que no tengo ni idea”. Tendría que someterme a una de esas sesiones de hipnosis con terapia regresiva incluida para recordar mis actividades en aquella fecha…, y eso suponiendo que sea verdad lo que cuentan de que el inconsciente lo guarda todo en algún cajoncito de la memoria. Si no, no me quedaría más remedio que acudir a los Archivos Akhásikos, cual discípulo de Rudolf Steiner. Pero lo más grave de todo es que no me acuerdo de lo que hice hace una semana, quizá hace tres o cuatro días. A veces no recuerdo ni siquiera lo que ha sucedido por la mañana.
 ¿A qué se debe esta falta de memoria? ¿Por qué sólo somos capaces de retener un puñado de hechos concretos y a menudo sin saber ubicarlos con exactitud en el tiempo y en el espacio, confundiendo hechos, fechas y protagonistas? La respuesta es evidente: nuestro nivel de vigilia es pésimo, tirando a peor. Pensamos que estamos despiertos por el mero hecho de tener los ojos abiertos y no es así. El filósofo chileno Darío Salas Sommer ha escrito largo y tendido sobre lo que para él es precisamente el problema más grave que afronta la Humanidad, en tanto en cuanto es el causante de nuestras desgracias: desde la guerra más cruenta hasta el olvido de comprar el pan cuando vamos al supermercado. Salas Sommer lo explica muy bien al describir la conciencia humana como un metro de medición en cada uno de cuyos extremos podemos anotar un concepto: Despertar y Dormir. No solemos estar en ninguno de esos extremos sino entre medias: más o menos despiertos, más o menos dormidos…, de la misma manera que no experimentamos tampoco el calor extremo o el frío extremo sino diferentes temperaturas más o menos calientes, más o menos frías.
 Ese ir por la vida “con el piloto automático puesto” (a no ser que nos suceda algo extraordinario, fuera de la rutina: un accidente de tráfico, el nacimiento de un hijo, la entrega pública de un premio…) es el que causa que no nos percatemos de la mayoría de las cosas que nos suceden en el día a día, ya que nos limitamos a dejar que funcionen los mecanismos automáticos con los que está dotado nuestro cuerpo físico. La situación es tan tremenda que, sin darnos cuenta, llegamos a perder la mayor parte de nuestras experiencia diarias y, con ellas, sumadas, buena parte de nuestra propia existencia, si no toda.
La ciencia y la tecnología han intentado echar una mano al respecto, pero las ideas que se les ocurren a los responsables de investigar sobre las capacidades y cualidades de nuestro cerebro generan más miedo que esperanza. Por ejemplo, según publicaba la revista Science hace algo más de cuatro años un grupo de científicos del SUNY Downstate Medical Center anunció haber encontrado la molécula responsable del mantenimiento de la memoria. Y no sólo eso sino que los investigadores probaron cómo mediante la inhibición de dicha molécula podían borrarse recuerdos almacenados en la memoria a largo plazo. Este borrado no afectaría en principio a la capacidad del cerebro para adquirir nuevos recuerdos ya que el procedimiento sería muy similar a lo que ocurre cuando eliminamos parte de los contenidos de nuestro ordenador personal y luego reutilizamos el espacio libre para cargar otros. Así que los responsables del descubrimiento se pusieron muy contentos porque decían que esta técnica podría emplearse para tratar el dolor crónico o el estrés postraumático, entre otras dolencias.
En el mismo o parecido sentido se expresaba poco después otro equipo de científicos, esta vez argentinos y pertenecientes a instituciones como el Laboratorio de Neurobiología de la Memoria de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, la Universidad de Córdoba y el Instituto de Ciencias Básicas y Medicina Experimental del Hospital Italiano, cuando publicaban su propio trabajo en la revista Learning and Memory.  En él demostraban también que se podían borrar los recuerdos (y sin necesidad de manipular moléculas), simplemente a partir de un manejo psicológico del sujeto. "Si se busca el recordatorio apropiado, una memoria declarativa puede hacerse de nuevo frágil e inestable e, interrumplida por otro tipo de aprendizaje, puede ser borrada."


Un tercer equipo de expertos, esta vez canadienses, de la Universidad McGill de Montreal, publicó finalmente unos meses más tarde su propio trabajo en la Revista de Investigación Psiquiátrica en el cual afirmaban que una dosis adecuada de medicamentos (Propranolol, en concreto), administrada pocas horas después de que sucediera un acontecimiento traumático reducía eficazmente las respuestas fisiológicas que pudiera provocar más tarde ese mismo suceso. En este caso, el medicamento no bloquea tanto el mal recuerdo en sí, sino las emociones negativas asociadas al mismo. Según explicaron los investigadores, una parte del cerebro guarda toda la información consciente de un hecho y otra parte del cerebro archiva el aspecto emocional. Gracias al Propranolol, ellos lograron bloquear la parte emocional del recuerdo traumático, pero no la parte puramente informativa (aunque se sugiere que también se podría hacer lo propio con ésta última).


En los últimos años se han publicado en diversas revistas especializadas más trabajos de este tipo. Inhibiendo moléculas, trabajando psicológicamente o aplicando medicinas..., y quién sabe con cuántas técnicas más, ya es posible hoy, pues, eliminar de nuestro cerebro hechos concretos de nuestra vida. Provocar una especie de Alzheimer selectivo. Los científicos nos dicen que eso es positivo pues, cuando la técnica mejore lo suficiente, nos permitirá eliminar de nuestra memoria, a nuestra propia elección, las cosas desagradables que nos hayan podido suceder a lo largo de nuestra vida: desde agresiones hasta dolores físicos pasando por todo tipo de traumas y hasta de fracasos sentimentales o profesionales. Pero, ¿es eso bueno de verdad?


Las personas tienden a pensar que lo único que merece la pena en su vida son las cosas agradables que haya podido experimentar (que además suelen reducirse a un abanico casi minimalista basado en la comida, el sexo, el ejercicio del poder sobre otras personas y poco más). Pero esa percepción de la existencia es precisamente la responsable de tanta infelicidad como encontramos constantemente a nuestro alrededor. La vida es una auténtica gymkana que nos pone a prueba casi a todas horas con las pruebas más extravagantes y variadas que podamos imaginar. Unas las superamos, otras no, pero de todas ellas se aprende. Paradójicamente, podemos (aunque no solemos) aprender más de aquéllas en las que obtenemos un resultado "negativo" porque nos obligan a reflexionar el porqué del fracaso. Por ejemplo, es más sencillo que conozcamos y apreciemos lo que es la humildad y la modestia si somos derrotados en una competición deportiva o intelectual que si ganamos sistemáticamente en ella. Lo triste es que en lugar de buscar la lección que nos intenta dar la vida con lo ocurrido, malgastamos el tiempo en rabias y enfados por no haber obtenido el resultado que deseábamos (y para el que, por otra parte, seguramente no nos habíamos preparado lo suficiente).


Éxitos y Fracasos no son, en consecuencia, más que dos etiquetas que empleamos para clasificar mentalmente nuestras experiencias, pero no tienen más valor unos que otros por el hecho de estar archivados en una u otra carpeta. Lo verdaderamente importante es saber qué hemos aprendido de cada una de esas experiencias y cómo podemos aplicar ese conocimiento a partir de este mismo momento durante el resto de nuestra vida. Todo, absolutamente todo, es aprovechable por nuestra mente. Por esa razón, personalmente no estoy dispuesto a desprenderme de ninguno de mis recuerdos (de ninguno más que ya se haya borrado por sí solo, ante la deficiente calidad de mi estado vigílico), por dolorosos o desagradables que sean. Son míos. Mi trabajo me costaron, pagué por ellos y aunque en su momento supusieron experiencias amargas hoy me sirven como guía para manejarme por la vida, igual que un capitán de un buque no está dispuesto a olvidar, cuando adquiere el mando de su nuevo barco, las tormentas que desarbolaron sus antiguos navíos, los bajíos donde embarrancaron o los arrecifes donde se le hundieron.

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