Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

martes, 14 de diciembre de 2010

Secretos de alquimista

Son dos los poderes más importantes atribuidos a la Alquimia, según las noticias y documentos recogidos en aquella época en la que los practicantes del Arte Real aún eran tan valientes (o tan inconscientes) de mostrarse más o menos públicamente. Me refiero por supuesto a los verdaderos alquimistas, no a los fantoches que se dedicaron a peregrinar por las cortes y los salones de gentes adineradas de toda Europa para tomarles el pelo y, sobre todo, el dinero que tan tontamente gastaban nobles y ricos pensando en recuperar su inversión de manera espectacular en cuanto sus merlines de cartón piedra consiguieran la famosa y buscada Piedra Filosofal. 

En cuanto a los dos poderes, eran la transmutación de los metales (la famosa metamorfosis del plomo, o de cualquier otro elemento barato, en oro) y la inmortalidad (a través de un remedio que pudiera curar todas las enfermedades, la panacea universal, que en algunas versiones se convertía directamente en un bebedizo mágico capaz de prolongar indefinidamente los años de existencia: el elixir de la vida eterna). Para conseguir ambos era condición sine qua non que el alquimista se hubiera hecho con la lapis philosophorum, la cual, más allá de los iniciados, nadie ha tenido nunca muy claro la forma que tenía. Algunos dicen que parecía una pepita del oro más puro jamás visto por seres humanos, otros lo convierten en "polvo de proyección" en forma de arena roja, unos terceros se la imaginan como una especie de amuleto pétreo que llevaba grabados signos y runas de poder que eran las que en realidad actuaban sobre los elementos y producían las transformaciones buscadas...

Los tratados alquímicos son difíciles de interpretar, como es lógico. Si yo supiera cómo convertir una piedra del campo en un valioso fragmento de oro, tampoco iría publicando por ahí un best seller del estilo ¿Quiere oro? Todo lo que quería saber para convertirse en alquimista y nunca antes nadie le contó. Entre otras cosas porque una de las razones por las que el oro vale tanto es por su rareza. Si hubiera tanto oro como carbón, toneladas y toneladas del dorado metal en diversos yacimientos de todo el mundo, el oro no vale lo que vale ahora, sino que su precio probablemente se aproximaría al del carbón... Por eso los más famosos tratados de los alquimistas se componen de una serie de misteriosas láminas donde hombres barbados (sugiriendo que éste es un trabajo de muchos años) y con gesto de preocupación se afanan en laboratorios repletos de instrumentos, mientras manejan documentos con extrañas marcas e inscripciones. Allí proceden a desarrollar las tres fases del magisterio para lograr la Piedra Filosofal: la Nigredo (Fase Negra), la Albedo (Fase Blanca) y la 
Rubedo (Fase Roja). La combinación de estos tres colores es muy característica de cierta tradición espiritual y su simbología fue usurpada por el judeocristianismo y camuflada en la historia de los tres Reyes Magos (Melchor, el de la barba blanca, Gaspar, el de la barba roja o castaña y Baltasar, el de la barba -y el resto del cuerpo- negra).

Los escasos textos alquímicos que han llegado a nuestros días, más allá de los grabados llenos de significado que somos incapaces de extraer con nuestra limitada capacidad de comprensión del proceso, nos hablan de operaciones químicas que en realidad no son tales. Por ejemplo, el uso del mercurio, el azufre y la sal (de nuevo, tres elementos: siempre que veamos el número 3 implicado en alguna leyenda o tradición, recordemos que estamos tratando de algo relacionado de una manera u otra con la intervención divina) que en realidad no son tales, sino símbolos de otras cosas a las que intencionadamente se les denomina con el nombre de estos materiales. Más de un falsificador intentó lograr el oro físico en el laboratorio acondicionado por su mecenas y lo único que consiguió fue herirse de gravedad o incluso morir mezclando elementos químicos que jamás se habían empleado para este objetivo pero que habían prestado su nombre para esconder otras cosas.

Sin embargo, desde el punto de vista físico, puramente material, la conversión de plomo en oro debería ser hoy día más sencilla que nunca con la tecnología y los avances científicos de los que disponemos. Sabemos que un átomo de oro posee 79 protones y uno de plomo, 82. Bastaría pues con encontrar la fórmula para eliminar esos tres (¿Otra vez el 3? Hummm, no creo que sea casualidad, a estas alturas) protones que nos sobran en el plomo y obtendríamos automáticamente el oro. Y lo mismo se podría hacer con cualquier mineral, sumando o restando protones. De hecho, es posible que esta fórmula se haya aplicado ya con éxito en alguna parte, aunque nadie nos lo haya contado..., porque intentarlo, lo que es intentarlo, estoy completamente convencido de que más de uno ha seguido esta misma línea de razonamiento.

Sin embargo, todo esto no deja de ser más que un cuento muy bonito porque, tal y como sabe no ya cualquier estudiante de la Universidad de Dios sino incluso cualquier alumno que esté preparando el examen de ingreso a nuestro campus, la Alquimia verdadera nada tenía que ver con los elementos químicos externos sino con los internos. Se trataba, siempre se trató, de emplear el trabajo consigo mismo a través de una serie de disciplinas concretas que podía llevar muchos años llegar a dominar a fin de lograr el oro espiritual: la enorme riqueza y meta máxima de los hombres-que-saben. De la misma forma que el llamado mercurio de los filósofos nada tenía que ver con ese líquido tan sensible (y tan tóxico) que señala la temperatura en el interior de los termómetros, todo lo demás (las redomas, los atanores, los metales, etc.) no es más que un teatrillo de símbolos dispuesto para ser interpretado sólo por aquellas personas que poseyeran el libro de claves adecuado.

El alquimista que cosechaba éxito no necesitaba pasar estrecheces, puesto que entre los frutos de su trabajo encontraba, entre otras cosas, la manera de vivir con dignidad y naturalmente sin necesidad de pavonearse económicamente. Y el bien que habitualmente menos valoramos..., hasta que nos quedamos sin él: la salud. Entre otros secretos, los alquimistas conocían el de la misma fórmula que otros grupos de aventureros de la Historia que les precedieron en el tiempo emplearon para manejar el cuerpo humano, y ésa no es otra que el control sobre la mente para que ésta a su vez controle el cuerpo y en concreto su sistema inmunológico. Sólo en nuestros días la Ciencia está empezando a reconocer que somos los únicos seres vivos capaces de transformar nuestra biología según lo que pensamos o sentimos. 

Varios experimentos realizados en los últimos años demuestran la importancia de mantener un espíritu sereno, optimista y positivo para que nuestro sistema inmunológico (nuestra verdadera coraza contra la enfermedad, no las carísimas medicinas de diseño que nos vende la superpoderosa industria farmacéutica) se mantenga fuerte, invulnerable y plenamente operativo. Llama la atención uno de los resultados obtenidos en estas experiencias según el cual apenas unos momentos sometidos a una emoción negativa (rabia, depresión, angustia, tristeza, etc.) pueden rebajar la eficacia de nuestro sistema inmunológico durante ¡varias horas! En consecuencia, cualquier virus o bacteria con malas intenciones que estuviera rondándonos en ese instante y que en condiciones normales hubieran sido rechazados sin más por nuestra poderosa autodefensa, encuentran el camino abierto para colarse "hasta la cocina" como vulgarmente suele decirse y desatar la enfermedad al completo.

También se reconoce hoy que, al menos, en torno a un 90 por ciento de las dolencias son, antes que nada, de origen psicosomático (aunque sus efectos más terribles los muestren luego en el plano material). Numerosos especialistas contemporáneos, que no trabajan con la Alquimia, nos cuentan cómo los sentimientos reprimidos y escondidos en nuestro "armario" generan enfermedades como la úlcera, los dolores lumbares o incluso el cáncer. O cómo la indecisión (y con ella la ansiedad o la angustia) degenera en dolencias nerviosas y gástricas y en problemas de la piel. O cómo la no aceptación de lo que uno es, junto con la ausencia de autoestima, conducen directamente a la envidia, los celos, la competitividad negativa, el estrés..., y de ahí a un amplio abanico de problemas de salud.


Los verdaderos alquimistas eran conscientes de todo esto y practicaban en consecuencia un tipo de vida "lenta" con grandes dosis de amabilidad, paciencia y buen humor que, como no podía ser de otra manera, dulcificaba y alargaba sus días de manera extraordinaria para sus contemporáneos. Era un auténtico elixir de vida, y de vida feliz, además.


Otro día hablaremos de las pistas para conseguir el oro.

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