Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 12 de noviembre de 2010

El experimento

Como buen hijo de inmigrantes, Philip George Zimbardo, (a la izquierda) tuvo una infancia complicada. Él mismo ha contado que, siendo de familia siciliana y habiendo llegado a EE.UU. a través de Nueva York, durante su estancia en un instituto de California el resto de alumnos lo evitaban mientras que, al regresar a la Gran Manzana, no tuvo grandes problemas para relacionarse con los demás y hacerse enseguida muy popular gracias a su extraversión. La diferencia entre ambas situaciones se debe a la interpretación social que sus compañeros hacían de él. En California, la combinación Sicilia + Nueva York se tradujo en Mafia: los otros estudiantes llegaron a la conclusión de que era un hijo de mafiosos al que convenía evitar. En Nueva York, en cambio, donde el melting pot (el caldero racial y cultural, por así decir) era compartido por los demás, evitaba la discriminación. En su Instituto del Bronx, el joven Zimbardo conoció a otro hijo de inmigrantes, en este caso judíos de Europa del Este, que al igual que él se mostró muy interesado por las conductas sociales: Stanley Milgram. Ambos se hicieron muy amigos y se preguntaron a menudo por qué la gente actúa como actúa y si se le puede inducir a hacerlo de una forma determinada.

¡Por supuesto que se puede! De mayores, Zimbardo y Milgram desarrollaron en su calidad de psicólogos algunos de los experimentos clave para demostrar cuán fácilmente y hasta qué punto se puede..., y cómo eso explica por ejemplo la sumisión de la gente corriente al poder establecido, incluso en regímenes donde se supone que impera la democracia. En el caso de Milgram, quien falleció prematuramente de un ataque al corazón a los 51 años, su experiencia más conocida la resumió en el texto Los peligros de la obediencia publicado en 1974 así como en una película documental titulada Obediencia convenientemente censurada y retirada de circulación..., digo..., cuyas copias originales son prácticamente imposibles de encontrar hoy día pese a su importancia. El experimento (una imagen arriba a la derecha) consistía en engañar a una serie de voluntarios convocados vía prensa (y cuya participación era pagada por la universidad de Yale) que con el título de "maestros" debían aplicar descargas eléctricas (simuladas) a otras personas llamadas "alumnos" (en realidad, actores previamente aleccionados, aunque a ojos de los "maestros" eran gente anónima de la calle como ellos) cuando fallaran en unos cuestionarios. Las descargas se aplicaban a indicación de los investigadores del experimento y variaban progresivamente desde los 15 voltios hasta los 450. En general, cuando los "maestros" llegaban a las descargas de 75 voltios, empezaban a ponerse nerviosos ante las "muestras de dolor" de los "alumnos". Al llegar a los 135 voltios, muchos querían detener el experimento. Si en un momento dado el "maestro" decía que no quería continuar, el investigador le instaba a que siguiera de manera imperativa con distintas frases. La más exigente era: Usted no tiene opción alguna (para detenerse). Debe continuar. Si el "maestro" se negaba a continuar, ahí finalizaba su participación. Si continuaba, el experimento terminaba tras administrar el máximo de voltaje previsto, 450 voltios, tres veces seguidas.

A priori, y teniendo en cuenta una serie de encuestas elaboradas con adultos de clase media, además de estudiantes y psicólogos, Milgram y sus colaboradores estimaron que la media de descarga antes de parar cada experimento se situaría en 130 voltios y una obediencia nula al investigador: cada "maestro" se detendría cuando quisiera y no seguiría aunque se le ordenara. La cruda realidad les dejó perplejos: ¡el 65% de los "maestros" (casi 7 de cada 10 personas) administraron el límite de 450 voltios a sus "alumnos" aunque lo hicieran protestando y en una situación de evidente incomodidad! Es más, ni uno solo de los participantes paró en el nivel de los 300 voltios, límite en el que los "alumnos" dejaban de dar señales de vida. El experimento de Milgram fue repetido en numerosas ocasiones en años posteriores, siempre con resultados similares.

Y si esta prueba resultó demoledoramente clarificadora sobre la fragilidad del espíritu en la mayoría de las personas a las que les gusta calificarse como seres humanos, aún más terrible fue la de Zimbardo, porque en ésta última todo lo que ocurrió lo hizo de verdad, no con simulaciones. De hecho, fue tan dramática que aunque originalmente debía durar dos semanas tuvo que ser detenida antes de llegar a la mitad. La experiencia la subvencionó la Armada de los Estados Unidos que quería explicar el porqué de los numerosos conflictos en sus prisiones y en las del Cuerpo de Marines y la selección de participantes se hizo también a través de anuncios en los diarios en los que se ofrecía una paga por la colaboración de voluntarios. Zimbardo y sus colaboradores seleccionaron a las 24 personas que consideraron más sanas y, sobre todo, estables psicológicamente. Todos eran estudiantes universitarios y la mayoría blancos, jóvenes y de clase media. Se trataba de convertirles durante 14 días en reos y funcionarios de prisiones y examinar sus relaciones. Una moneda decidió qué mitad del grupo debería asumir el rol de prisioneros y vivir durante las 24 horas encerrado en una cárcel que se construyó expresamente para el experimento en el sótano del departamento de Psicología de Stanford y qué otra mitad asumiría el papel de guardias que cumpliría un turno de 8 horas "trabajando" y podría irse y hacer vida normal el resto del tiempo (aunque luego les gustó tanto que muchos se ofrecieron a hacer horas extra sin paga adicional; es más, cuando el experimento fue cancelado hubo numerosas protestas..., sólo de los guardias). Zimbardo asumió el papel de superintendente y uno de sus colaboradores el de alcaide de la cárcel para dirigir el experimento desde dentro.

Los presos fueron internados con batas de muselina y sandalias, sin nada más (ni siquiera ropa interior), y se les cambió el nombre por un simple número, cosido a sus uniformes. Además se les ató una pequeña cadena a los tobillos para que recordaran constantemente que estaban donde estaban. Por cierto que no ingresaron tranquilamente en la cárcel sino que agentes reales de Policía de Palo Alto que colaboraban en el experimento los detuvieron acusados de robo a mano armada y les hicieron pasar el procedimiento completo de detención policial, incluyendo la toma de fotos y huellas dactilares para quedar fichados. Luego fueron desnudados, "despiojados" e ingresados en la cárcel. En cuanto a los guardias, recibieron uniformes caqui de estilo militar, porras y gafas de espejo, una charla explicativa de Zimbardo animándoles a mostrar su control de la cárcel y de los reos allí internados y una única regla explícita para dirigir la prisión: la prohibición de emplear la violencia física.

Después de un primer día más o menos "normal" en el que cada cual tuvo ocasión de aprenderse su papel, al segundo día estalló un motín que fue disuelto con contundencia por los guardias armados con extintores y sin la supervisión directa del equipo de Zimbardo. A partir de ahí, todo se descontroló porque los prisioneros comenzaron a sufrir (y lo más grave, a aceptar sin rebelarse) todo tipo de tratos humillantes y castigos físicos e incluso sádicos por parte de los guardianes, que incluían la retirada de colchones para forzar a algunos a dormir desnudos en el suelo de hormigón, la retirada de la comida reglamentaria o la obligación de simular actos homosexuales. El hecho básico de poder ir al cuarto de baño se convirtió en un privilegio que podía ser denegado, con lo que la higiene del lugar (y con ella la salud de los participantes) se resintió. Un par de imágenes a la derecha.

Para comprobar hasta qué punto cada cual había asumido su papel, se ofreció la "libertad condicional" a los presos a cambio de que renunciaran a su paga y la mayoría de los presos, ya muy maltratados, aceptó el trato. Pero cuando se "rechazó" la condicional, ¡ninguno de ellos expresó su intención de abandonar de todas formas la experiencia! Uno de los prisioneros incluso desarrolló un sarpullido psicosomático en todo el cuerpo al enterarse de que no podría "salir en libertad condicional". A estas alturas de la experiencia, dos de los presos sufrían trastornos emocionales tan graves que tuvieron que ser retirados por los propios investigadores de Zimbardo (el primero de ellos, tan sólo 36 horas después de iniciada) y sustituidos por otros voluntarios (al final, muchos más tuvieron que ser atendidos por esta misma causa).

El experimento terminó, ¡pero no porque Zimbardo y su equipo tuvieran ganas de hacerlo sino porque una estudiante recién doctorada de Stanford llamada Christina Maslach con la que había empezado a salir el investigador se echó a llorar al descubrir lo que estaba ocurriendo, objetó la moralidad de la experiencia y llamó la atención por la siniestra situación a la que todos, incluso los propios psicólogos, se habían dejado arrastrar!  Zimbardo "despertó" entonces, se dio cuenta de que quizá se habían pasado un poco y que la situación se le había escapado de las manos y ordenó la cancelación, al sexto día, del experimento.

Zimbardo publicó hace pocos años su libro The Lucifer Effect (El Efecto Lucifer) en el cual detalla la cronología de los acontecimientos explicando cómo demostró la "capacidad infinita de la mente humana para convertirnos a cualquiera de nosotros en amable o cruel, compasivo o egoísta, creativo o destructivo, y de hacer que algunos lleguemos a ser villanos y otros a ser héroes". Treinta años después del desarrollo de este experimento, la divulgación de las fotografías de los abusos cometidos por policías militares norteamericanos a prisioneros iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib demostraron su vigencia. Como confesó el propio Zimbardo, esas imágenes "no me sorprendieron en absoluto, pues yo vi lo mismo en el sótano de Stanford: prisioneros desnudos, cabezas con bolsas, humillación sexual. Un comportamiento inexcusable..., pero no inexplicable con similitudes enfermizas." Aún más, extrapolando lo ocurrido a la vida corriente de los demás, la advertencia del experto es tremenda: "¿Cómo podemos estar seguros de lo que haríamos o dejaríamos de hacer cada uno de nosotros en situaciones nuevas, diferentes de las que hemos vivido hasta ese momento? Desafío la noción básica de que sabemos quiénes somos y lo bien que nos conocemos a nosotros y a otros durante nuestra vida (...) Sólo nos conocemos a nosotros, a nuestra familia y amigos, a partir de pequeñas muestras de comportamiento en un número limitado de situaciones en las que a menudo nos limitamos a desempeñar papeles concretos".

Milgram se quedó sin película pero Zimbardo ha tenido más suerte. Un escritor alemán llamado (aunque el nombre parezca emparentarle más bien con la familia del hijo de inmigrantes sicilianos) Mario Giordano publicó en 1999 una novela llamada Black Box (La Caja Negra) inspirada en todo esto. Esa obra a su vez llevó al director germano Oliver Hirschbiegel (muy conocido hoy gracias a su impactante y multipremiada Der Untergang -El hundimiento-) a rodar en 2001 su primera película basándose en el libro de Giordano. La tituló Das Experiment (El experimento) y se la pudo ver en el festival de cine de Sitges de ese mismo año. Yo la acabo de ver ahora, porque ha salido muy recientemente en DVD y, por resumir, puesto que este comentario ya es bastante largo, la recomiendo vivamente ya que reproduce con bastante fidelidad lo ocurrido hasta cierto punto, en el que acaba derivando en una serie de hechos directamente criminales (es una película: no podía terminar tan "bien" como en la realidad). Lo cierto es que si uno lo piensa resulta notable la cantidad de películas más que recomendables que ha producido el cine alemán de estos últimos años, como las dos de Hirschbiegel, La Ola de Dennis Gansel (recreando también un famoso experimento conductista norteamericano) o RAF:Facción del Ejército Rojo (ya nos gustaría aquí haber rodado una película tan brillantemente aséptica y analítica sobre ETA) de Uli Edel.

 ***
 
Epílogo:  en una entrevista hace pocos años,  Zimbardo comentaba su experimento una vez más y explicaba que, ante el Mal, cada uno de nosotros tiene una triple posibilidad: 1º) ser pasivo y no hacer nada, 2º) colaborar con el Mal, 3º) enfrentar al Mal y convertirse así en un héroe.  Y para ser un héroe cotidiano sólo hace falta "unos cuantos elementos clave: actuar cuando otros son pasivos; ser menos egocéntrico y preocuparse más por el bienestar ajeno y estar dispuesto al sacrificio personal para ayudar a otra persona, una causa o un principio moral". Muy interesante. Pero más lo era esta sugerencia que me parece muy hermosa: "He empezado a animar a la gente a pensar cómo inspirar la 'imaginación heroica' en nuestros hijos, a animar su creencia de que son 'héroes en espera', pendientes de que llegue la situación (...) en la que irán por el camino menos trillado hacia el acto heroico. Instilando estos pensamientos en nuestros niños, aumentará la probabilidad de que cuando llegue el momento se comporten de verdad de manera heroica. Cuantos más jóvenes alimenten la 'imaginación heroica', menos Mal existirá en nuestro universo (...) porque los niños no nacen malos sino con plantillas mentales para hacer cosas buenas o malas dependiendo de las influencias del entorno."
He aquí una verdadera y esperanzadora responsabilidad para los padres conscientes.
   

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