Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

lunes, 1 de febrero de 2010

¿Buena suerte? ¿Mala suerte?

No existe la casualidad sino la causalidad, no existe la buena o la mala suerte sino la interpretación que de los hechos de la vida hacemos cada uno de nosotros y cómo nos aprovechamos de ellos. Hay un cuento centroeuropeo que ilustra muy bien esto.

Habla de un abuelo y su nieto que vivían en una granja muy pobre con la única ayuda de un caballo que utilizaban para las labores de labranza. Un día el caballo se escapó y los vecinos trataron de consolarles aunque en su visita no hicieron sino subrayar una y otra vez la mala suerte que habían tenido. Sin embargo, el abuelo contestó: “¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¿Quién lo sabe?” Días después, mientras el nieto buscaba leña en el bosque se encontró a su caballo, que se había convertido en el líder de un grupo de cuatro o cinco caballos salvajes más jóvenes. Feliz y contento, el nieto regresó a la granja con todos los animales. Los vecinos acudieron de nuevo, esta vez para felicitarles por su buena suerte ya que con el dinero que sacaran de la venta de los equinos salvajes pasarían cómodamente el año. El abuelo contesto lo mismo que en la anterior ocasión: “¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién lo sabe?”

El día de mercado, el abuelo sacó en efecto sus buenos dineros por los cabal
los salvajes, pero se quedó con uno del que se había encaprichado su nieto, que deseaba domarlo. El chico se arriesgó demasiado y montó en el animal antes de que éste estuviera listo para soportar un humano en su grupa, con lo que dio con sus huesos en el suelo y se rompió una pierna. Otra vez los vecinos regresaron a la granja para solidarizarse con su mala fortuna y el abuelo, otra vez imperturbable: “¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¿Quién lo sabe?” El caso es que el nieto fue escayolado y permaneció recluido en casa sin moverse por orden del médico. Justo entonces, estalló la guerra con el país vecino y, ante la urgencia de formar un ejército con la mayor rapidez posible, los oficiales del rey recorrieron todos los pueblos de la zona reclutando a cuantos jóvenes encontraron para que sirvieran en el ejército. En su pueblo, el nieto escayolado fue el único al que no se llevaron, puesto que no podía ni ponerse en pie. El abuelo despidió a los oficiales repitiendo: “¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién lo sabe?” ¡Y así ad infinitum!

La vida nos regala nuevas sorpresas cada día, acontecimientos inesperados que nos pueden gustar o no, mas en lugar de enfrentarlos como lo que son, retos y desafíos para aprender y crecer, nos empeñamos en juzgar si son buenos o malos en función de criterios obsoletos como la comodidad física o la rentabilidad económica. Recuerdo el caso de una compañera, trabajadora como pocas y además buena persona, que un día se quedó en la calle porque cierto jefe que padecimos en aquella época no supo, tal vez no quiso, pelear por su contrato, por razones que se me escapan. La decepción y frustración iniciales de la mujer al verse “al raso” después de lo que había dado a la empresa se tornó en algo muy diferente cuando a los pocos días encontró un trabajo en cierto medio de comunicación, más humilde, pero en el que ganaba más dinero, tenía un horario más racional y no le tocaba trabajar fines de semana. Si no hubiera sido previamente despedida, jamás habría encontrado el trabajo con el que su calidad de vida mejoró espectacularmente. ¿Mala suerte? ¿Buena suerte?

Hoy he conocido el caso de un tipo en EE.UU. llamado Abraham Shakespeare (menuda mezcolanza): el típico analfabeto funcional especializado en malas compañías que conocía mejor las cárceles de su Florida natal que, pongamos por caso, los teatros o las bibliotecas, y cuya trayectoria vital estaba jalonada de fracasos. Ni siquiera como ladrón tuvo una gran carrera. En un intento postrero por reinsertarse socialmente, su último empleo fue el de ayudante del conductor (¡ni siquiera era el conductor!) de un camión frigorífico encargado de la distribución de carne a restaurantes. Pero un día, en 2006, ganó una lotería que le permitió ingresar en su cuenta corriente (tal vez la primera que se abría en su vida) 17 millones de dólares, más de 12 millones de euros. ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién lo sabe? En principio, parecía que buena porque, gracias a ese enorme montón de billetes verdes pudo olvidar durante un tiempo su pasado de ratero de poca monta y de subempleado sin futuro para comprar una casa en una zona de clase alta y empezar a vivir a lo grande. En la foto de aquí al lado le vemos contento y sereno pensando que, ahora sí, ya podía dedicarse, como dicen los castizos, a rascarse la barriga durante el resto de su vida.

Sin embargo, su felicidad no duró mucho. Primero el conductor del camión (y compañero de trabajo) interpuso una denuncia contra él asegurando que en realidad el boleto premiado era suyo y que Abraham Shakespeare se lo había robado de la cartera aprovechando una de las entregas de carne. Sería verdad o no. Lo cierto es que no hay mucha base para fiarse ni de uno ni de otro: cuando hay tantos millones en juego los mortales corrientes suelen olvidarse de que el dinero no es más que papel pintado.

Fue peor lo que ocurrió poco después, en abril de 2009, cuando el hombre literalmente se esfumó. Hubo quien pensó que simplemente se había largado con el dinero a iniciar una nueva vida en otra parte, pero su ausencia también despertó sospechas de que le hubiera podido pasar algo. Su amiga y por entonces portavoz Dorice Moore declaraba públicamente estar preocupada porque ni siquiera había dado un telefonazo durante el (en EE.UU.) sacrosanto Día de Acción de Gracias. Pero resulta que algunos meses más tarde el cadáver apareció..., en el patio de la casa del novio de la propia Dorice. Vaya, vaya…

Es más, la Policía descubrió que Dorice había transferido más de un millón de dólares de la cuenta de Abraham Shakespeare a la suya, aunque cuando se lo reprocharon ella insistió en que había sido un regalo de su representado. La historia se ha convertido en uno de los grandes culebrones de la prensa norteamericana, que sigue el caso con expectación para ver si se aclaran todos los aspectos del mismo.

Si este tipo no hubiera ganado la lotería (o robado el boleto premiado, quién lo sabe), probablemente su vida seguiría siendo tan miserable como antes, pero al menos estaría vivo. ¿Mala suerte? Claro que, desde otro punto de vista, más tranquilo no puede estar porque una vez muerto ya no tiene que preocuparse de si no tiene futuro laboral, si ha de comer tres veces al día o debe pagar impuestos. ¿Buena suerte?

¿Quién lo sabe?


P.D.: Hoy es 1 de febrero. ¡Feliz fiesta de Imbolc! ¡Feliz año nuevo celtíbero! ¡Feliz Brigia/Friga!

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